domingo, 13 de septiembre de 2009

Sus ideas

Por Mariano Grondona

El pensamiento de Tocqueville es una manera de recibir el hecho democrático. En la sociedad liberal sólo votaban mayorías “burguesas”, que eran liberales. En ella, el principal enemigo del partido liberal era el partido conservador; pero esa sociedad fue dejando entrar las masas gracias al impulso democrático. Tocqueville representa una oferta de compromiso del partido liberal al partido democrático.

Una sistematización del compromiso se verá en John Rawls, quien ofrece una teoría de la justicia sobre la base de la conciliación entre la libertad y la igualdad. Tocqueville había pensado la conciliación como alternativa histórica que, si tenía éxito, desembocaría en la democracia con libertad, y si no lo tenía, en la democracia con despotismo.

La democracia, de cualquier modo, es inexorable. En general, los sistemas de partidos actuales (con un partido más bien liberal y otro más bien socialdemócrata) explicitan este compromiso entre el partid que enarbola la igualdad, protegiendo a los “perdedores”, y el partido que encarna la idea de la libertad y la competencia. A la derecha de esta fracción liberal convivente hay una derecha autoritaria y a la izquierda del socialismo convivente, una izquierda totalitaria.

La posición de John Stuart Mill es diferente. Todavía en Inglaterra, lo nuevo sigue siendo liberal. Los “tories” encarnan los privilegios del pasado. En el resto de Europa, la oposición es entre socialistas y liberales. Los socialistas les roban a los liberales el futuro. Aparecen ellos como los portadores del futuro. Este fue el principal logro intelectual de Marx, adelantando profecías que no se cumplieron pero que, evidentemente, atraían en dirección del socialismo.

Mill todavía tiene fe en el liberalismo, en los “wighs” contra los “tories”. Un libro clave de Mill es su breve tratado sobre la libertad, On liberty. En este tratado se explora hasta sus límites la idea de la libertad. La intuición de lo que sea en los hechos la libertad es anglosajona. Entre nosotros, la libertad fue pensada en abstracto y tuvo otras connotaciones. En Kant su connotación ética es tan exigente que desborda el marco político de los anglosajones.

Señala Mill al comenzar On Liberty que los derechos, deberes y garantías nacieron contra los reyes. Nacieron del esfuerzo de los gobernados que les iban arrancando a los reyes concesiones respecto de sus derechos, promesas de que esos derechos iban a regir. De ahí proviene el argumento de los “demócratas” (entre ellos, Bentham, quien con su teoría de “la felicidad del mayor número” resulta fuertemente rousseauniano) según el cual si el pueblo manda ya no son necesarias las garantías que ese mismo pueblo había montado frente al rey. Mill refuta este argumento con dos razones: primero, no todo el pueblo está representado en el gobierno porque la mayoría no son todos; segundo, la minoría no representada necesita derechos y garantías igual que contra el rey. Porque no hay una sino dos tiranías posibles: la del rey y la de la opinión dominante; esta última puede ser tan opresiva como la del gobernante individual.

La libertad es, para Mill, el autogobierno, el control que tengo sobre mí mismo. Pero apenas lo ejerzo sobre ti, ya no es libertad sino “poder”. El gobierno tiene que legislar sobre el poder pero no sobre la libertad. Sólo puede frenar a un individuo en la medida en que éste quiera gravitar sobre otro. Nunca debe entrometerse en la forma en que cada uno resuelve su vida. Obsérvese qué claramente está marcada la frontera: el poder de los individuos admite la regulación del poder del Estado. Justamente, éste se ejerce para impedir que los “poderosos” avasallen la libertad de sus vecinos.

La soberanía es individual: cada individuo es soberano de sí mismo. Lo cual tiene dos alcances: yo soy soberano de mí mismo y puedo contratar con otro. Al contratar, puedo ampliar el círculo de mi acción.

Aquí aparece la diferencia de Mill con Tocqueville. Los dos se dan cuenta que el poder del Estado está creciendo. Mientras Tocqueville quiere frenarlo con instituciones, creando diversidades, Mill cree que, como el poder crece constantemente, “sólo una barrera de convicción podrá frenarlo”. Mill apela a una fuerza ideológica, más que a un mecanismo institucional. Hay en él una militancia, un optimismo, ausentes en Tocqueville.

Respecto de la libertad de opinión, Mill va hasta el extremo: “Silenciar una opinión es robar a la humanidad porque, si esa opinión es verdadera, se roba a la humanidad una verdad, y si no lo es, se roba a la verdad la mayor fuerza que hubiese obtenido gracias al choque y la colisión con el error”. La variedad de opiniones siempre es buena porque o trae una nueva verdad u obliga a la verdad a competir y hacerse más profunda y convincente. Si yo anulo una opinión, robo a la humanidad alguno de estos dos efectos.

¿Por qué las Iglesias son tan fuertes cuando nacen y luego sus ministros apenas mantienen la fe tibia de los fieles?, se pregunta Mill. Porque tuvieron que luchar al principio, porque tuvieron que competir. Después ya no compiten; se han convertido en verdades oficiales.

En cambio, “la libertad absoluta de las opiniones se convierte en libertad limitada de las acciones”. Mill coincide con Kant en que la Ilustración supone el derecho de opinar públicamente sobre cualquier tema. “Solamente una opinión puede ser punible cuando se convierte en instigación”, es decir, cuando está motorizando una acción punible.

Un capítulo fundamental de On liberty, es “On individuality”, “Sobre el individuo”. Aquí se llega a una concepción de lo individual verdaderamente revolucionaria. “Allí donde se ejercita la costumbre solamente por serlo…esto es malo porque no se ejercita el músculo de la actividad mental en torno de la necesidad de optar…”. El individuo, su capacidad de optar, es una fuente formidable de energía que, si se libera, provocará es cierto algunas pérdidas por el consiguiente desorden pero mayores ganancias por lo que creará. Esta contabilidad anticipada, esta fe, es típicamente liberal: creer “a priori” que de la libertad vendrán más ventajas que inconvenientes.

Con respecto al utilitarismo, hay en el pensamiento liberal diversas ramas. La rama ética principista, no utilitaria –Locke, Smith, Kant, Nozick-, y la rama utilitaria –Mill, von Mises-. En su libro Utilitarismo, Mill plantea las bases del pensamiento utilitario individualista. El precursor había sido Bentham, pero es una postura que habría contactos con el socialismo. En Milll, “la felicidad del mayor número” que propone Bentham se va a lograr con actitudes morales. En cambio, en Bentham surge de la voluntad de la mayoría política, que se vuelca en el Estado. Bentham introduce en Inglaterra el pensamiento de Rousseau. Mill lo modera. En el libro On Bentham marca los excesos y desvíos en que había caído su maestro.

El origen común de los utilitaristas es Epicuro, así como el origen de los moralistas liberales está en los estoicos, en Epicteto. Mill define la utilidad, identificándola con todo aquello que procura placer a una persona y la exime de dolor. La felicidad es definida como el mayor balance neto de placer en el curso de una trayectoria biológica. La “felicidad del mayor número” sería entonces el mayor balance neto de placer posible para un grupo.

Mill afirma que la búsqueda de la felicidad es el supremo criterio moral. En muchos pasajes, contra Kant, Mill sostiene que la utilidad –es decir la felicidad- es el criterio moral final. No hay un principio superior al de la felicidad. Se lo juzga mal a Epicuro, comparándolo con los hedonistas. Esto es injusto, porque su ideal del hombre no es tan diferente del ideal de la sabiduría. Entonces, dice Mill, “si las fuentes del placer fueran las mismas en los seres humanos que en una piara de cerdos, la regla de vida que es suficientemente buena para uno, sería igualmente buena para otro”. Los placeres que hacen feliz al hombre, contra los cerdos, son placeres “elevados”.

La felicidad, por otra parte, no es igual a la satisfacción o contento. Porque “…en realidad, el hombre que busca la utilidad de acuerdo con su condición humana, va a pedir placeres superiores, más elevados. El hombre verdaderamente superior es feliz, pero está insatisfecho. En cambio, el hombre bajo enseguida se satisface, pero no es feliz porque no ha desarrollado en él la capacidad de altos placeres que tiene el ser humano….”. En definitiva, “es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho”.

Epicuro distinguía dos clases de placeres: el placer cinético y el placer catastemático. El primero se logra por el movimiento mismo. El segundo, al que Mill considera superior, es el que viene “después” de la acción. Si yo incurro en una comilona fenomenal, tengo un placer cinético en el momento en que como, pero a ello sigue un gran dolor. En cambio, si yo hago una vida moderada, de ejercicios y dieta, el placer catastemático es el hecho ulterior de sentirme bien. “Muchas veces los hombres, por debilidad de carácter, optan mal y en lugar de elegir el placer más lejano pero más valioso, eligen el inmediato pero menos valioso”.

“El placer más alto que hay es dar placer. El hombre noble de carácter va a buscar el mayor balance neto de felicidad que su grupo pueda encontrar”. Pero esta búsqueda debe ser el producto de una opción personal –ésta es la clave del liberalismo- y no impuesta por el Estado o la mayoría. Entonces, la nobleza del carácter, a medida que progresa, va acercándose cada vez más al ideal de procurar la felicidad común. Hay una dimensión solidaria en el pensamiento liberal, pero es privada. Agrega Mill: “Cuando una persona de fortuna no es feliz, generalmente es porque no le importa sino de sí misma”

Mill trae a colación entonces el tema del “espectador imparcial” que ya habíamos examinado en Adam Smith. “En realidad, una persona de noble carácter, puesta en un trance en que tiene que decidir cuestiones que van a afectar su felicidad y la de otro, se ubica como un espectador imparcial, y realiza aquella acción que va a tender al mayor balance neto de felicidad de los dos”. Culmina diciendo: “¿Qué diferencia hay entre esto y ‘ama al prójimo como a ti mismo’?”. Por otro camino, siguiendo a la naturaleza y elevándose con ella, no se llega a un resultado distante con el Evangelio. Con la diferencia de que el amor al otro no se plantea como un sacrificio de sí mismo sino como el logro del placer, de la felicidad.

Siguiendo una vía típica de los pensadores liberales, una vez que Mill se elevó, pone límites: “En realidad, las ocasiones en las que el ciudadano común tiene que hacer este ejercicio de solidaridad para con toda la comunidad, son escasas”. Normalmente, se le pide al hombre que busque la “private utility”, es decir, la felicidad en el grupo que está a su alcance, donde él puede visualizar el balance neto de felicidad.

El deber, para Mill, responde a un concepto más limitado que el deber en Kant. “El que no se comporta con el criterio moral –dice- sufre en sus sentimientos”, porque a veces tiene sanciones internas (remordimientos) y otras veces externas (la opinión contraria de los demás). En Kant, el hombre tiene un deber en la medida en que él se ha impuesto una máxima y una legislación que luego debe cumplir precisamente porque él mismo se la impuso. En cambio, para Mill el deber es algo más estrecho: “Solamente considero deber aquello que ejecuto hacia otro”. El deber sería sólo aquella parte de la obligación moral que el Estado puede exigir. Sería bastante próximo a la idea de la justicia en Smith. Mill define a esta última como “aquella parte de mi comportamiento hacia los otros que me es exigible por el poder público”. A partir de allí, empieza el mecanismo del placer. Lo que no hago por deber, lo hago generosamente. Pero la generosidad no es social o estatalmente exigible.

Mill distingue dos tipos de obligaciones morales: las perfectas y las imperfectas. Las obligaciones perfectas son aquellas en que otro tiene un derecho sobre mi comportamiento porque puede precisar exactamente dónde y cuándo debe ocurrir. Por ejemplo, si tengo una deuda, ella tiene una fecha y una cifra. La obligación imperfecta es genérica (por ejemplo, hacer el bien a los demás), para la cual no hay fecha, ni monto.

Solamente las obligaciones perfectas son exigibles a través de la justicia del Estado. Las otras entran en el campo de la benevolencia y la solidaridad. Tengo la obligación de promover la felicidad del otro, pero no tengo la obligación de hacerlo contigo, a esta hora. Por lo tanto, eso no me lo puede exigir el Estado aunque sea exigible ante mí mismo desde el punto de vista moral. En cambio, la obligación perfecta (exactamente determinada) me puede ser exigida por el Estado. La superación moral no es exigible, aunque debería ocurrir. Las obligaciones perfectas son el mínimo moral cuya vigilancia corresponde al Estado.

Algunas conclusiones de Mill nos muestran qué claros tenían los ingleses en 1835 los principios a los que debe ajustarse una sociedad moderna: “Una persona tiene un derecho a lo que pueda ganar a través de la competencia. Pero no tiene derecho a la suma que hubiera ganado con la competencia si no pudo participar en ella, porque la sociedad no está llamada a darle su sustento”. El derecho del individuo va hasta lo que él obtenga en una competencia profesional y leal. Esto no se lo puede quitar nadie. Pero no tiene derecho a eso mismo por el mero hecho de existir. “La sociedad –agrega Mill- no se ha hecho para darle a la gente este tipo de prestaciones”. La gente tiene derecho a ganarse el pan, pero no a que se lo den.

“El derecho a la felicidad de una persona es igual al de otra”. En el balance neto de la felicidad, la felicidad de A cuenta igual que la de B. Esto deriva del principio de igualdad ante la ley. La igualdad liberal no es una igualdad de resultados, sino de expectativas y de posibilidades. También propone Mill una idea que luego retomará Nozick con el nombre de “progreso moral”; cada época va descubriendo las injusticias de la anterior. Así, la Antigüedad convivió con la esclavitud, que más tarde resultaría inaceptable. El progreso moral consiste en una creciente conciencia de la dignidad de la naturaleza humana. Por eso Mill avizora un porvenir en donde la enfermedad y la pobreza puedan ser eliminadas porque resultarán sencillamente intolerables.

Estas breves consideraciones nos muestran que ni el epicureismo significa hedonismo ni el utilitarismo significa egoísmo o materialismo. Los pensamientos de Mill conjugan una exigencia moral muy alta y, del otro lado, la idea de que esa exigencia moral es compatible con los verdaderos intereses del individuo, y accesible únicamente a través de la libertad de las personas.

(Fragmentos de “Los pensadores de la libertad” de Mariano Grondona – Editorial Sudamericana SA – Buenos Aires 1986)

Autoimperialismo



Generalmente asociamos la palabra “imperialismo” al dominio territorial, cultural o económico que existe entre un país dominador y un país dominado. Aunque hay veces en que esta situación de “dominante-dominado” se produce dentro de sectores de una misma población y de una misma nación.

El marxismo promueve la “dictadura del proletariado”, ya que favorece el dominio del “proletariado” sobre la antigua “burguesía”. Incluso el odio de clases que promueve (“lucha de clases”) lleva a una guerra civil (“revolución”). Pero el marxismo no sólo promueve el autoimperialismo, sino que también, cuando el armamento lo permite, los dictadores marxistas tratan de “liberar” a los proletariados de otros países haciendo que la revolución adquiera una dimensión internacional.

John Stuart Mill escribió:

“Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue la principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano –la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios públicos.

La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en la que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma.

Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimientos prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a modelarse sobre el suyo propio.

Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual: encontrarlo y defenderlo contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos como la protección contra el despotismo político”

(De “Sobre la libertad” – Alianza Editorial SA – Madrid 2005)